En apenas 30 horas vuelvo a mi casa, a mi comida, a mi cama, a mi ropa oliendo a suavizante, a mi sofá, a mi coche, a mi moto,… vuelvo a mi zona de confort, a la puta zona de confort, pero tras otras 5 semanas fuera tengo claro que no quiero volver.


Apuro las últimas horas en los aeropuertos de Zanzibar y Nairobi, dos países, dos gentes y en ambos me siguen mirando y saludando a los ojos y en ambos siguen buscando mi confidencia visual por si algo necesito. Así que dudo realmente cuál es mi zona de confort, materialmente está muy claro pero humanamente no.



Aterrizo en Zanzibar con 5$ y el taxi al norte de la isla donde pasaré la última semana me cuesta 40$; no funciona ninguno de los dos cajeros del aeropuerto, sin tiempo a lamentarme me informan que puedo tomar un dala-dala (minibús compartido) al centro de la ciudad, sacar dinero, y luego otro dala-dala al norte de la isla por 1’50$ en total, así que no lo dudo. Pero tengo tantas ganas de llegar al hotel y darme un baño que lo hago del tirón y ya sacaré dinero cuando llegue. En el hotel no puedo pagar con tarjeta, sólo cash, pero se fían y me dejan hospedarme aún diciéndome que no hay cajeros, que la única opción es regresar a la capital y volver, otras 3 horas de trayecto, ni me lo planteo. En un supermercado me dan efectivo previa comisión de 60$, ni me lo planteo. Estoy muerto de hambre y sed y creo que con los 3’50$ que aún tengo los puedo estirar en algún restaurante, antes de ordenar comida le pregunto a la camarera que si hay cajeros cerca (sabiendo que no) pero con ello consigo que me diga que puedo pedir lo que quiera, que ya se lo pagaré. Después me acerco a una agencia de buceo para que me informen de las mejores inmersiones que puedo hacer, les cuento mi coyuntura económica y a la vez que me dicen «hakuna matata» me facilitan un nº de cuenta para hacerles una transferencia y ellos me dan el dinero que necesite, antes de que les llegue ya tengo efectivo sin ningún gasto adicional.

 

Mientras tanto no me he percatado del día espléndido que hace; cuando aterricé hace 5 horas estaba muy oscuro y llovía a mares, nunca miro la predicción meteorológica, para qué si no puedo hacer nada, pero al ver tremenda tormenta pude comprobar que era la previsión para toda la semana. Pues no, la semana sería fantástica de sol y playa. Por momentos creí que la flor en el culo que siempre me acompaña se había quedado en Lamu junto a mi alma, pero parece que algunos pétalos por lo menos se han venido.

A ojos del disfrute occidental tengo una semana por delante de gozo y éxtasis inigualable: estoy en un paraíso mundial de playa y de buceo, atardeceres de un sol pleno y radiante, con variedad de restaurantes y pubs y con gente acomodada y cercana a mi apariencia. La estampa es de catálogo de agencia de viajes sin filtros ni trucos, un sitio verdaderamente envidiable.



En el barco coincido con una pareja de asturianos y dos amigas polacas con las que conecto desde el primer momento, las inmersiones son mágicas y descubro un mundo submarino hasta ahora desconocido; aunque pruebo algún otro restaurante, la confianza que me dieron en el primero unido a sus platos espectaculares y no muy caros hacen que me tengan allí como cliente habitual toda la semana; me doy paseos infinitos por el agua turquesa y la arena blanquecina; disfruto todos los crepúsculos al atardecer de un sol dibujado a compás mientras el mar lo esconde hasta el amanecer; bailo y tomo cervezas en cada una de las fiestas que todos los días hay en la playa;…

 

  
La semana se me hace eterna, éste no es mi sitio y así lo siento, me meto en el papel y disfruto cada segundo pero soy consciente de ello, tengo un disfraz que no me encaja y me gustaría teletransportarme. La pasividad y yo nunca nos hemos llevado bien y el hecho de no tener que hacer nada y dejar la mente en blanco aunque es muy recomendable todavía no lo he conseguido. Pero nadie me ha obligado a venir, las decisiones las tomo yo y por eso me toca joderme y aguantarme, así que me aguanto y sigo gozando.

Ya estoy en el primero de los 4 aviones que hoy me esperan y aún sigo rodeado de gente cuya apariencia hacia donde voy, hacia donde vivo, es muy sospechosa. Pero no sólo no me siento raro por ser diferente a ellos sino que me siguen tratando bien, muy bien: no había dala-dala al aeropuerto en el horario y lugar que me cuadraban pero unos chicos me han acercado ahorrándome el dinero del taxi; intentando gastar los últimos chelines antes de embarcar la chica de la tienda incluso me ha convidado a una botella de agua porque no tenía suficiente. Siento que el alma de esta gente no se apaga con el tiempo, ellos demuestran que hay cosas importantes por encima del dinero.


Ahora estoy en el tercer avión rodeado de occidentales, al lado llevo a un tipo inglés que usa cuchillo y tenedor hasta para beber agua, después de tener familiarizada la imagen de las manos en la comida ahora me asusta y asombra por igual su elegancia en la cena.


En el tránsito al último avión ni un rasgo africano, he desconectado tanto que incluso me llaman poderosamente la atención un árbol de navidad y las cientos de tiendas hasta llegar al embarque. No cruzo la mirada con nadie, nadie me saluda, la mayoría de la gente va enfrascada en sus smartphones, a lo sumo distingo algún periódico. Estoy de nuevo en mi habitat, en el sistema. Las azafatas me saludan por cortesía británico-aérea, pero no me transmiten ningún ápice de cercanía.

Se baja el telón, en apenas un rato abandono mi mochila y anudo mi corbata, ya se que no es lo mismo pero también me encanta. Si quiero seguir aprendiendo explorando he de concentrarme los próximos meses estudiando y trabajando, y quiero, claro que quiero, quiero volver a ver a mi gente, a mi familia, a mis amigos, a mis conocidos y a mis clientes, incluso a los más persistentes para decirles «hakuna matata», aunque se que realmente tendré que hablarles como una persona mayor y decirles que tranquilos, que no pasa nada, que todo se va a solucionar, eso sí, con traje y corbata, si se lo digo con el disfraz viajero que llevo ahora mismo la mayoría me abandonarían como clientes. Somos así de idiotas, el traje y la corbata me dan incluso margen para contar alguna necedad  mientras que con mi ropa desenfadada y viajera ya puedo contar la mayor de las obviedades que hasta mi mano derecha dudaría.

Pero me siento afortunado, me puedo permitir todo lo que se me antoja y desde mi posición privilegiada tengo muy claro que no, que no quiero a mis cosas. Tengo mariposas en el estómago, me siento nervioso, nervioso por volver, quiero volver, quiero ver el resplandor de mi gente, quiero a mi gente, adoro a mi gente, amo a mi gente. Quiero capturar este momento y convertirlo en un segundo eterno. Y por esto sí que soy afortunado, por esto estoy nervioso, lo que les embellece no es invisible y quiero seguir viviendo a su lado, quiero seguir soñando a su lado, anoche soñé con ellos y no estaba durmiendo, estaba bien despierto; soñar no cuesta nada, soñar y nada más, con los ojos abiertos. Y es que sueño que se sueña solo, sueño solo; sueño que se sueña juntos, realidad.

«Sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos» – Le Petit Prince

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